domingo, 9 de noviembre de 2014

Carta a aquel que no recordé.

Mi habitación, 07 de noviembre de 2014.

A quien corresponda:

A veces olvido cuál es el sentido de escribirte, porque sé que arrugas mi carta cuando apenas lees el remitente y me envías un mensaje diciéndome que te deje en paz. Así que considerando esa situación, he decidido enviarte solamente las cartas de los viernes, y guardar las de los martes y miércoles.

Parece tonto agrupar las cartas por días, no es que tenga un cajón con compartimientos donde ubicarlas, pero se convirtió en una especie de costumbre esto de diferenciar los sentimientos que provocas dependiendo de cuántas veces vea en la distancia tu cabello alborotado. Y los viernes, aunque sea menor el tiempo de extrañarte o de odiarte, el temblor del último trago de whisky hace que mis pensamientos chorreen la tinta sobre algún papel de sangre coagulada.

Me pongo a pensar en ese treinta y uno de febrero en que me dijiste que me perdí en el tiempo y quedé atrapada en nuestra época de buenos momentos, que era tiempo de secar mis lágrimas y sonarme la nariz, porque no aguantabas otro drama y estabas cansado de hacerme llorar. Y mientras yo repetía “te amo”, tú repetías “perdóname”.

 Y era cierto que estaba perdida; porque yo sabía que no era un treinta y uno de febrero, era un veintinueve, tu única oportunidad en cuatro años de decirme algo que marcaría mi lista de cosas en las que pensar cuando quiero olvidarme de poner la carta en un sobre.

Perdí la cuenta de las veces que te pedí que no me dejes sola, de las veces que te pedí que escribieras para mí, y de las que me pregunté por qué cuando me escribías algo, no podías expresar otra cosa que dolor. Y la única vez que respondiste a esa pregunta fue con una mirada, un beso en la frente y una sonrisa. Y ahora puedo decirte: La lástima chorreaba de tus labios cuando me diste ese beso en la frente. Pero no me importó, porque fingí llenar ese vacío con la sensación de tus dientes mordiendo mi labio inferior.

Creíste que tus manos encajaban perfectamente en mi cintura, pero al cabo de un tiempo terminó gustándote más como encajaban alrededor de mi cuello. Y tal vez en esta carta la mayoría de los recuerdos citados sean de acciones tuyas (no quisiera nombrarlas como errores), pero tal vez no sepas que la primera carta que arrugaste eran cinco páginas y media, que contenían los errores que yo pude recordar cometer, y que al final te pedía que me respondas con una lista de errores que había olvidado citar.

Y sé que es una tontería pretender que sigo sin sonreír; pero a quién engaño si digo que no extraño la piel de gallina que me provocabas cuando besabas mi cuello, que no tengo que clavar mis uñas en las palmas de mis manos para no acercarme a ti e intentar domar ese mechón de cabello al que siempre se le da por levantarse con el viento como si pudiera desprenderse de tu cabeza, y ser libre.

Hablando de piel de gallina, de uñas clavadas en la piel, de libertad… ¿Sigues fumando para olvidar que eres feliz? Ese último trago de cerveza que compartimos en  la cocina de la casa de tu mejor amigo, cuando yo no quería estar en la sala escuchando sus groserías, y tú no querías mirar pornografía con ellos; ¿recuerdas ese trago de cerveza de mala calidad, que te hizo sostenerme el cabello mientras vomitaba toda nuestra relación en el patio de atrás de algún desconocido?

Si hubiera sabido que sería la última cosa que compartiríamos sin que evadas mi mirada, hubiese tomado más despacio esa cerveza, hubiese grabado en mi mente aquella broma que dijiste y que me hizo reír hasta tener arcadas, hubiese disfrutado más cuando le daba ese rodillazo en la entrepierna a tu primo que intentó tocar mis senos.

Apuesto a que hubiera podido ver cómo golpeabas a tu primo (me enteré una semana después, cuando al cruzarlo por la calle me pidió disculpas y vi su labio hinchado y las suturas arriba de la ceja, sin mencionar el brazo roto; vamos, no debiste desquitarte con él) si no me hubiera marchado luego de que me grites 6 groserías y media (eran las 04:18), me echaras de la casa de tu mejor amigo, y también de tu vida.

No cometas el terrible error de pensar que sufro al escribir esto, no, mi querido rey de las miradas rencorosas. Sigo preguntándome si algún día dejarás el egocentrismo de lado y te darás cuenta que no eres la única persona que tuvo el protagonismo suficiente en nuestra relación como para poder arruinarla.

Adjunto a esta carta un poema que escribí recordando ese 15 de febrero a las 16:34, cuando dijiste 19 elogios (uno por cada año vivido) y 36 groserías (una por cada día desperdiciado). Y si no abres esta carta, que es lo más seguro… No te preocupes, sé que me amaste, no dudo de ello. Pero ahora sólo escribo poemas en tu nombre y cierro mis ojos en las escenas sexuales de las películas románticas, porque no estás aquí para protegerme.

Espero que hayas notado que ya me ubico mejor en el tiempo.

De quien corresponda.