lunes, 19 de octubre de 2015

Una vez más, y para siempre.

Como si las cosas fueran tan sencillas como cerrar los ojos para bailar, sonríes y miras de reojo para asegurarte de que estoy destruyéndome. Pero no, bailar con  los ojos cerrados no es fácil. Tienes que estar cuidándote de que no te pisen, y más aún, de no pisar a nadie. Hace que sienta la música en los poros de mi piel, ¿y si la música es una triste balada que me recuerda los tiempos en los que podía besar tus párpados cerrados? No, bailar con los ojos cerrados no es sencillo.

Pero tú lo haces parecer como si lo fuera. Como si pudieras bromear conmigo y pretender que nunca quisiste herirme. Como si yo pudiera sentarme a tu lado y hacer comentarios que te harán reír, ignorando las bromas privadas que podríamos hacer.

Pero entonces, querido, ¿qué quedara? Si pretendemos que nada importa, si nada importa en realidad, ¿qué quedará para hacernos sentir nostalgia? No, no estoy dispuesta a olvidarte. A cerrar los ojos y no extrañar la sensación de tus labios en mi nuca y tus suaves caricias en mi cadera antes de quedarte dormido. No estoy dispuesta a olvidar cómo se sentían tus besos cuando te despertaba para que me traigas a casa, y tú te molestabas porque querías seguir durmiendo a mi lado. Mi príncipe de ojos verdes envenenados, no estoy dispuesta a cerrar los ojos y pretender que todo está bien, si no son tus manos las que rodean mi cintura.

Así que ahora sólo me siento en silencio a ver cómo rellenas los espacios que solía ocupar en tu vida, tratando de no rellenar los espacios que ocupabas con comida chatarra y películas tristes. Porque hemos llegado al límite impensado de lo patético; yo, intentando vivir de tus besos espontáneos en mis mejillas y tú, pretendiendo que te importaba siquiera un poco.

Lo último que haré por ti es invitarte a bailar. Aquí mismo, en el cuarto donde se están quemando las fotografías donde me veo gorda y tú muestras tus torcidos dientes, sí, esas de cuando éramos felices juntos. Ven, baila conmigo antes de que las llamas alcancen mi vestido que tanto te gusta, el mismo que llevaba puesto cuando nos sentamos en el muelle y lloramos mientras contábamos los episodios tristes de nuestra infancia.

Ven aquí, dulzura, toma mis manos antes de que el fuego las consuma. Toma mis manos, aunque siempre te parecieron feas, aunque te moleste que siga mordiendo mis uñas. Bailemos un suave compás en el que no importe si nos pisamos los pies, total dentro de poco esta habitación quedará hecha cenizas y tú y yo nos esparciremos, iremos a lugares lejanos teniendo un millón de cosas en común que no nos mantienen unidos.

Mírame –me dices–, aquí se acaba todo y no tengo ninguna herida.” Sonrío, pongo mi mano en mi camiseta ensangrentada y recojo mi bolso. “Hey. No te vayas, ¿qué no ves que no hay dolor aquí? ¿Que ya no importa, que ya da igual?” Sonrío aún más y me alejo despacio. Tu ternura siempre se presentó de la manera más extraña, y no puedo culparte por no reconocer una herida nueva entre tantas cicatrices que llevo.



Aquí se acaba todo, otra vez. Aquí me quedo yo, con una destrucción a medio realizar y con un casi-éxito un poco arrugado. Una vez más, y para siempre.